Atrapada en el Espejo (Parte 4) | Dito Ferrer

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Este texto es una continuación. Para leer las partes anteriores
Parte 1
Parte 2
Parte 3
La obra completa se compone de cinco partes.


Parte 4

El carro se detiene frente a un motel de las afueras. La habitación que alquilan está vacía, solo una ventana y una cama. El cliente se sienta en una de las esquinas, con una timidez casi infantil. Ella, experta conocedora del proceso, se le acerca en un danzar sensual.

Con voluptuosidad se descubre los senos. Se arrodilla frente al sujeto, le acaricia el cuello mientras le acerca suavemente la cabeza a su busto. El hombre se abalanza, ella lo esquiva, juguetona. Sonríe. Lo provoca. Va desvistiéndose poco a poco en un danzar de ninfa venenosa.

Su víctima traga en seco y entorna los ojos. Ella se va acercando, tanteando la distancia. Eludiéndolo a veces, regalándose en otras ocasiones. Ritual enseñado a empujones pero pulido y ejecutado a la perfección con la devoción de un monje budista. La presa jadea, balbucea una grosería inentendible, aprieta sus dientes pero permanece sentado agarrando con fuerza las sábanas de la cama mientras mantiene las piernas bien abiertas.

Ella se contonea inundando el aire con su perfume dulce y barato. Con la mirada fija en su presa queda de espaldas, mostrándole todos los detalles del encaje de su ropa interior. Se inclina hacia adelante envuelta en un meneo irreverente. Muy despacio comienza a quitarse las pantie mientras se acaricia el muslo, se humedece los labios con la lengua, se agarra un seno, entrecierra los ojos. Y sonríe.

El hombre no puede más. Se levanta de súbito y se abalanza sobre ella. La agarra por detrás mientras intenta someterla. Ella intenta zafarse en actitud casquivana pero el juego terminó. La voltea violentamente y de una bofetada brutal la hace caer en la cama...

El impacto del golpe la hizo caer muchos años atrás, en el granero situado en la parte trasera de la casa. La bofetada la dejó tendida de espaldas sobre el heno. Fue una sorpresa, solo esperaba otro regaño por aquellas obligaciones de las que no se había ocupado. Aquellas mismas obligaciones que siempre le exigían cumplir y que le parecían tan ajenas y antinaturales: atizar carbón, cortar la leña, darle de comer a los caballos. Siempre las evitaba y prefería ayudar en otras que le parecía desempeñaba mejor: lavar la ropa, ayudar en la preparación de la comida, realizar bordados. Solo así se sentía útil.

A cambio solo recibía críticas e insultos. Esto la frustraba pero había aprendido a vivir con ese sentimiento. Del mismo modo aprendió a simularse obediente ante la exigencia de "enderezarse." Por eso le pareció excesiva la medida de la bofetada.

Junto con el dolor y el creciente escozor en el rostro, se mezcló la incertidumbre de no saber las verdaderas razones por las que esto había sucedido. Se le ordenó no pararse de allí donde había caído, y aquella persona a la que siempre admiró y respetó, que ahora le parecía tan diferente y tan hostil, salió y tras de sí cerró la puerta con llave.

Largos siglos le parecieron aquellos minutos de espera en el granero, mirando a través de las hendijas de la puerta, como animal encerrado. Solo alcanzaba a ver, mientras caía la tarde, el pastizal, de hierbas altas y secas, donde se entrenaban los caballos. Allí descubrió una rosa, solitaria y desamparada, contrastando con el paisaje.

Al principio no la notó pero cuando lo hizo ya no pudo apartar la vista. Parecía flotar por sobre todo aquello, orgullosa, sensible y lejana. Estaba empezando a calmarse por aquella aparición casi idílica cuando un grupo de voces empezaron a acercarse. Todas eran voces conocidas y reñían. Voces femeninas y afectadas que clamaban por clemencia, por compasión y una voz redonda y fuerte como un trueno las sometía y escupía al aire improperios de todo tipo.

Cuando el ruido se hizo más fuerte sabía que ya estaban allí. Asustada, se separó de la puerta. Todos entraron: sus familiares. Ya habían celebrado aquel juicio ficticio donde importaba todo menos su felicidad, ahora era el momento del castigo y el verdugo debía ejecutarlo. Pero este verdugo llevaba como capucha el rostro de la persona más querida y admirada, el modelo a seguir a pesar de las diferencias. Las manos fuertes le arrancaron la camisa. Intentó taparse pero fue en vano. Fue amarrada a una viga con la espalda descubierta.

...Y ahora está boca abajo, desnuda sobre una cama con una persona desconocida.

Una flor en el campo

A veces la asalta esta visión, particularmente cuando se encuentra ante un cliente vigoroso.

Roja, rodeada de hierba seca

El principal ingrediente del sexo es el dolor, este siempre está presente.

A punto de ser arrancada a la fuerza

La violencia del hecho le recuerda otro tipo de violencia, una que no pidió ni escogió.

Lleva abrigo y guantes negros y una fusta de caballo en la mano

Siente el aliento de su presa que la aborda desde atrás, creyéndose depredador.

La mano empieza a dar azotes, siente el dolor de los golpes

Su presa esta en éxtasis y ya empezó a ofenderla y a llamarla por un nombre que no es el suyo.

Alcanza ver el rostro de la persona que la golpea. Está ciego de cólera con los ojos rojos de sangre efervescente, los dientes apretados y un odio inmortal

La presa la agarra por el pelo con fuerza, curvando su cuello. Con la mano abierta la golpea por la espalda mientras le grita una palabra.

La fusta no se ha detenido. Ya empezó a salir la sangre. Eso incita más la cólera. Ella solo atina a decir una frase, una frase arrancada entre el dolor y la vergüenza, una frase de piedad pero también un reclamo, un llamado de justicia

La presa está a punto de ser devorada, le ha puesto la espalda roja entre arañazos, golpes y sudor, el morbo es tal que su grito se hace más claro...

—¡Para papá! —grita ella.

De repente, ilusión y realidad se mezclan cuando ambos, presa y padre responden al unísono:

—¡Maricón!—

(Continuará)



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